"Es una estupidez, bajar en un impulso. (No es para tanto, me digo. Alguien tiene
que hacerlo, después de todo. Las Puertas hay que cerrarlas desde
dentro, no es algo negociable. Habría acabado por bajar tarde o
temprano. Pero podrías haberte despedido antes, susurra otra voz,
más insidiosa. Podría haber hecho las cosas bien.) Incluso mientras le
estoy dando las órdenes a Jasón, soy perfectamente consciente de que es
poco menos que un suicidio. La mirada que me dirige sólo hace por
confirmarlo, por si acaso lo necesitara. Pero el egipcio no ha llegado a
donde está por casualidad, siempre ha tenido un sexto sentido para
adivinar cuando una orden es discutible, y esta no es una de ellas. Así
que no protesta. Se limita a taladrarme con sus ojos de ave rapaz antes
de sujetarme el hombro. Quizás habría funcionado en otro momento, pero
esta vez ignoro tanto la mirada del espía como mi propio sentido común
–cuyos gritos histéricos se parecen sospechosamente a los de Reyna
cuando con trece años Sascha y yo decidimos que enfrentarnos a Caribdis
nosotros dos solitos era una buena idea y tuvo que venir a sacarnos de
sus fauces, literalmente–, estoy demasiado enfadado para atender a
razones. Incluso a las razones silenciosas y a las mías propias. Siempre
me he parecido a mi madre más de la cuenta.
No me arrepiento hasta después, mucho, mucho
después. No lo hago cuando Jasón se va y me deja en mitad de una colina
que parecería normal de no ser por la luz roja. No lo hago cuando el
dolor me estalla en la parte trasera de la cabeza y todo se vuelve
negro. No lo hago cuando abro los ojos y un hombre con un inquietante
parecido a un halcón me comunica muy amablemente que la modalidad de hoy consiste en incapacitar al oponente causando los mínimos desperfectos posibles. No lo hago cuando me sueltan sin más en la Arena y descubro que estoy ciego ante una chica con más pinta de bestia parda que Sascha.
No lo hago cuando a esa parodia absurda de combate le sigue otra, y
otra, y otra, y otra. No lo hago cuando el espectáculo se vuelve menos
inofensivo y más una lucha desesperada por ser mejor que el resto. No lo
hago cuando los guardias se descuidan en un traslado y consigo huir del
Coliseo, aunque tenga que hacerlo solo y cubierto de sangre. No lo hago
cuando las arai me pillan en su bosque y me rodean. No lo hago cuando
me juzgan, cuando me declaran culpable, cuando chillan y chillan y chillan.
No lo hago cuando unos hombres –más tarde descubro que son Picas–
aparecen y me apresan. No lo hago cuando me conducen hacia una fortaleza
del color de la sangre –como la Luna, como la Arena del Coliseo, como
mis propias manos– y me llevan ante una mujer con un vestido incluso más
rojo. No lo hago ni siquiera cuando la mujer se pone en pie y se
acerca, la larguísima cadena que le ata el tobillo tintineando a cada
paso, ni cuando se agacha a mi lado y me examina como si fuera alguna
clase de mercancía, ni cuando manda llamar a un tal Julian.
Aquí os dejo el recuerdo de uno de los personajes de una historia escrita entre dos. Espero que os guste.
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